Pikara Magazine
Por: Coral Herrera, Ilustración por Emma Gascó
¿Qué beneficios les supone a los hombres el matrimonio? ¿Por qué hay tantos hombres tratando de alargar su soltería al máximo y por qué se rinden casi todos? ¿Por qué lloriquean tanto cuando dejan su soltería? ¿Por qué algunos pasan toda la vida presos en la cárcel del amor romántico? ¿Por qué están todo el tiempo queriendo escapar?
A mis abuelos les invitaban en el pueblo a muchas bodas y yo siempre quería que me llevasen. Para mí era muy extraño asistir a un rito que supuestamente consistía en celebrar el amor de una pareja, pero que en realidad era otra cosa. Para ellas, el día más feliz de su vida y, para ellos, el día más triste. Una de las escenas que más llamaban mi atención era la que protagonizaban el novio y sus amigos. En casi todas las bodas pasa lo mismo: los amigos se ríen del novio y le hacen bromitas simpáticas mientras él pone cara de resignación:
-Ya te has casao, Manolo.
-Ya te han cazao, Manolo, jajajajaja.
-Se te acabó la fiesta, machote.
-Ahora ya estás esposao, jajajajajaja.
Cazado, esposado, casado. La víctima sonreía con cara de circunstancia y yo les miraba sin comprender. ¿Por qué parecía que iban a la cárcel castigados? Recuerdo que en una ocasión una de las novias interrumpió la escena y le dio una colleja a su novio mientras le gritaba:
-Pero tú de qué te ríes, desgraciao, tontolaba, que el siguiente eres tú. Todos vais a acabar de rodillas frente al cura. ¿Qué os habéis creído?
Yo me eché a reír pensando que era cierto: los muchachos se burlaban del novio, pero iban a acabar todos igual, interpretando el papel de buenecito y engañando a los invitados simulando ser tipos honestos que están firmemente comprometidos con el contrato monógamo de exclusividad sexual y sentimental con la radiante e ilusionada novia.
Una de las cosas que más me chocaban de las bodas eran las despedidas de soltero, esas fiestas que se hacen para que los hombres puedan despedirse de su libertad antes de convertirse en presos del matrimonio. Lo que no sabía es que en realidad es una farsa: los hombres no se despiden de nada. Nunca dejan de ser libres. No todos los hombres, pero sí la mayoría, les ponen los cuernos a sus parejas todo el tiempo, tanto en el noviazgo como después de casarse. La prueba de ello es que los aparcamientos de los burdeles están a reventar de coches de hombres casados que van a divertirse a cualquier hora del día, los 365 días del año.
Sin embargo, cuando yo era pequeña, creía que los hombres sí se estaban despidiendo de la buena vida para empezar a vivir en el infierno del matrimonio. Las novias estaban dentro de la jaula esperando a que entrara el pajarito para cerrar la puerta por dentro y echar el candado. Me chocaba que la sociedad aceptase que en esa fiesta de despedida el novio le pusiera los cuernos a su novia “por última vez” y que, al día siguiente, en el altar el tío pusiese cara de foto de comunión para parecer buena persona.
Y yo pensaba, ¿las novias estarán contentas llegando al altar con esos cuernos tan vistosos? ¿Quién les garantiza a ellas que sus novios no van a seguir poniéndoles los cuernos que les dé la gana? ¿Qué pasaría si ellas hiciesen lo mismo en su despedida de solteras? Y los invitados de la boda, ¿por qué nos emocionamos cuando se besan los novios?, ¿por qué se nos saltan las lágrimas cuando salen de la iglesia con cara de felicidad?, ¿por qué creemos que el chico va a ser una persona honesta y comprometida?, ¿por qué nos pensamos que va a cuidar a su pareja y que van a formar un equipo hermoso y unido? Me costaba mucho entender por qué todas las novias se ven tan radiantes ese día, por qué las mujeres a su alrededor las miraban con tanta ternura y admiración, por qué repetían todo el rato que era el día más importante de su vida.
Ya intuía que nosotras nos casamos porque estamos muy enamoradas del mito romántico: desde pequeñas nos educan para que seamos unas yonkis del amor y pongamos en el centro de nuestras vidas a los hombres. En todos los relatos de nuestra cultura nos repiten que sin un macho no somos nada, que hemos venido a este mundo a cuidar y servir a los hombres. De pequeñas nos hacen creer que nuestra meta es el matrimonio y, cuando nos damos cuenta de la estafa, ya es tarde.
Creía que el matrimonio era el rito en el cual dejamos de ser adolescentes y pasamos a ser adultas, pero no me había dado cuenta de que en realidad es el rito en el cual el papá nos lleva hasta el altar para entregarnos a otro hombre. En las bodas lo que se celebra es el intercambio de una mujer entre dos familias. Ellos reciben una cuidadora a cambio de entregar parte de su salario al sustento de la familia. Ese contrato cada vez se sostiene menos. Nosotras lo firmamos y nos encontramos con una doble jornada laboral que, obviamente, no nos compensa. Nos han estafado con la idea de que tener un salario nos haría iguales a ellos. La mayoría seguimos sirviendo a los hombres y asumiendo la mayor parte de la carga de trabajo en casa.
Aún no sabía yo lo de la estafa, pero iba viendo por dónde iban los tiros. Yo me preguntaba: si lo que más les gusta a los hombres es estar con sus amigos, ¿por qué no se van juntos a compartir casa?, ¿por qué prefieren separarse e irse cada uno con una mujer si en realidad ellos son tan felices juntos? Y me respondí pensando que nos necesitan para tener criaturas. Si pudieran, no necesitarían para nada a las mujeres. Casi todos pueden pagar una mujer para que les limpie la casa y les ofrezca servicios sexuales, pero no pueden pagar a una mujer para que les geste sus hijos. Por eso se casan con mujeres, para que les salga todo gratis en nombre del “amor”.
Cuando iba a las bodas de mi pueblo, me juraba a mí misma que jamás me casaría con un hombre que me utilizase para tener hijos, que nunca le iba a quitar la libertad a un hombre, que yo no cumpliría ese papel tan horrible. Nunca me convertiría en una carcelera que invierte todo su tiempo y energía en mantener al macho vigilado y reprimido para que no se desmadre. Tenía muy claro que nunca me juntaría a ninguno de esos tipos que van al altar arrastrados y empujados por la presión social. Los hombres se casan en realidad para no desbocarse y para no destruirse. Es el precio que tienen que pagar por no saber cuidarse a sí mismos: necesitan un freno de mano y, aunque sea muy aburrido vivir con una carcelera, les compensa claramente. Son millones de hombres los que creen que es mejor meterse en la cárcel del amor, aunque ello suponga vivir una vida aburrida y sin sentido, porque muchos creen que, si fueran libres para hacer lo que quisiesen, acabarían muy mal.
Y tienen razón.
Los hombres solteros tienen vidas más apasionantes, pero más cortas. Los casados se aburren muchísimo, pero viven más años. En la calle y en espacios públicos puedes verles con sus parejas a solas, muertos del aburrimiento y mirando sus pantallas, pero cuando están en grupos de hombres, se les ve a todos felices. Ríen, gritan, charlan animadamente, sostienen debates apasionados, comparten recuerdos de batallas pasadas, se cuentan chistes, hablan de fútbol o de política y se hacen demostraciones de amor. Yo les miro intrigada pensando que para ellos debe ser tremendamente aburrido estar metidos en la vida de la familia feliz. Las niñas nos pasamos años de nuestras vidas jugando a eso. Nos han regalado bebés de plástico y cocinitas para que juguemos a ser mamás, nos cuentan cuentos de mujeres que son felices el día de su boda, nos preparan durante muchos años para que el objetivo más importante en nuestras vidas sea montar una familia feliz. Ellos se pasan toda la infancia rechazando todo lo que tiene que ver con ese mundo. Los niños creen que el mayor insulto que pueden recibir en el colegio es ser comparado con una niña, creen que las niñas son seres inferiores y, por eso, intentan no parecerse a ellas. No solo eso: los niños castigan a cualquier varón que tenga un bebé de plástico, que juegue a maquillarse y peinarse, a cocinar o a cuidar. ¿Cómo es posible que acaben jugando a la familia feliz en la adultez si han pasado toda la infancia y adolescencia huyendo de nosotras y de todo lo que tiene que ver con los cuidados?
Algunos hombres se enamoran y otros no se enamoran nunca, pero la mayoría acaban casados por inercia. Porque es lo que todo el mundo hace y, porque cuando el grupo de amigos se va desintegrando, no quieren quedarse solos. También se casan porque en nuestro imaginario colectivo, los hombres son eternos menores de edad que necesitan una madre para toda la vida. La presión social les invita a “asentar la cabeza” por la vía del matrimonio.
¿Y qué hay de los que se enamoran y se casan porque quieren?, ¿qué hay de los chicos modernos de hoy en día, esos que vemos recogiendo a sus hijos del colegio, comprando en el super, cambiando pañales y haciendo deberes con sus crías? Los hombres que “ayudan” o que asumen responsabilidades plenas en su hogar y su paternidad, ¿cómo lo llevan?, ¿cómo se sienten cuando se ven metidos en la burbuja de la familia feliz?, ¿por qué se casan?, ¿por qué se escapan de vez en cuando como hacían sus abuelos, si son tan modernos? Se escapan porque seguimos todos cumpliendo nuestros roles patriarcales. Nosotras hacemos de mamás: somos las que les enseñamos la senda del bien y les castigamos si se desvían de nuestro camino correcto. No solo somos las educadoras, también somos las vigilantes, las policías y las carceleras de nuestros compañeros.
Podemos y debemos perdonar algunas canitas al aire, pero si nuestro marido se va con otra más joven la culpa será nuestra siempre, bien porque no nos hemos cuidado el aspecto físico, bien porque no hemos sabido cubrir sus necesidades o porque no los hemos vigilado con la astucia que se requiere. No solo tenemos que educar a nuestros hijos, también a nuestros compañeros. Tenemos que mantenerlos aptos para la vida del trabajador: sanos, aseados, bien comidos, bien planchados. Tenemos que regañarles cuando se escapan, pero también tenemos que asumir que los hombres necesitan de vez en cuando una escapada porque ellos son así.
Los hombres, entonces, se casan porque van a tener a su disposición una mujer gratis para cubrir sus necesidades sexuales. Y porque ella les va a amar y a cuidar en exclusiva. Y, por último, porque todos podrán seguir haciendo escapaditas. En nuestra sociedad patriarcal las mujeres no podemos escaparnos. Nunca: ni unas horas, ni un día, ni un fin de semana. El castigo que se le aplica a las mujeres que se escapan es terrible. Muchas son asesinadas por sus maridos cuando son descubiertas.
La doble vida es el anzuelo para atrapar a los hombres. El patriarcado les seduce con la idea de que todos pueden ser a la vez maridos que van a misa en la mañana y a la tarde al burdel. Pueden vivir como el gato de Schrödinger, que está vivo y está muerto a la vez, según abras la caja o no la abras. Están dentro y están fuera, están casados y están solteros, están en la cárcel y, a la vez, son seres libres. Solo por haber nacido hombres, ya son privilegiados. Tienen derecho a tener una esposa fiel y a escaparse cuando quieran.
Unos pueden escaparse más y, otros, menos. Unos logran estar de fiesta toda una noche en el burdel con sus amigos, otros solo pueden estar los lunes veinte minutos a medio día, pero lo cierto es que todos viven en una sociedad que les permite ser a la vez un respetable padre de familia feliz y un joven soltero sin compromisos afectivos de ningún tipo. Unos tienen su propia agenda de mujeres disponibles, otros pueden tener una segunda y una tercera familia, todo depende del país en el que vivan y del grado de dependencia de su esposa. Cuanto más sumisa y dependiente sea la esposa, más libre es el hombre para disfrutar de su doble vida. Y, aunque suene extraño, para muchas es un alivio que su marido tenga otras mujeres y las dejen en paz a ellas, sobre todo cuando sienten asco por su cónyuge y cruzan los dedos para que se olviden de ellas.
Las que no asumen sus cuernos pueden llegar a ser mujeres realmente molestas, pero es un precio que los hombres asumen para poder disfrutar de su doble vida. Para poder vivir como ellos quieren, tienen que aguantar los dramas que montan las mujeres celosas: unas se ponen trágicas, otras se enfadan, patalean, hacen berrinche, lloran a mares, les castigan dos días durmiendo en el sofá del salón y, luego, vuelven a admitirlos en su lecho conyugal. Ellos ya saben cómo funciona: bronca, reconciliación, prometes que no vas a hacerlo más y vuelta a empezar. Los hombres patriarcales saben que, con el paso del tiempo, las esposas van perdiendo fuerza, belleza y juventud… y la mayoría acaban resignadas. Lo que se espera de todas nosotras es que dejemos a los maridos sentirse libres de vez en cuando. Se nos pide que seamos obedientes, que seamos complacientes y comprensivas, que miremos para otro lado.
Los hombres lo tienen más difícil ahora para encontrar mujeres sumisas que acepten sus cuernos como parte del coste que hay que pagar para formar un matrimonio ideal y una familia feliz. Y conforme tomemos conciencia de nuestros derechos y derribemos la doble moral del patriarcado, más difícil les va a resultar encontrar a una que asuma su doble vida y sus privilegios. Quizás por eso algunos están tan cabreados con el feminismo y tan frustrados con su búsqueda de la princesa amorosa, cuidadora y entregada.
Quizás por eso otros pocos han empezado a trabajarse sus patriarcados, a revisar su mito de la princesa sumisa, a cuestionarse su doble vida y a renunciar a sus privilegios. Con el tiempo serán cada vez más, porque las monarquías masculinas ya están obsoletas y a la mayoría no les queda otra que adaptarse a los nuevos tiempos. Gracias al feminismo, ya no nos engañan más. Las mujeres heterosexuales queremos relaciones de compañerismo y amor del bueno. Queridos hombres: tomen nota y espabilen, que somos cada vez más.
Por: Coral Herrera, Ilustración por Emma Gascó